La bella basílica dedicada a la divina sabiduría, la belleza legendaria de Santa Sofía. Es adentrarte en ella y sentir el peso de la historia sobre tus hombros.Lleva en pie más de mil quinientos años, y aún sobrecoge.
Ha aguantado numeroso terremotos, saqueos, conquistas, ha pasado de ser el templo cristiano por excelencia, a verse convertida en mezquita, y posteriormente en museo. Y ha sabido adaptarse a cada uno de esos cambios, que no le han restado ni un ápice de belleza.
Por el contrario, se ha dejado hacer, ha visto cómo le añadían minaretes para llamar a la oración musulmana, un mihrab, que indica a los fieles el lugar exacto donde se encuentra la Meca, escritura en árabe en las pechinas de su cúpula. Ha sufrido el hecho de que sus hermosos mosaicos se cubrieran de yeso, quedando ocultos así a los ojos de sus nuevos moradores, que, por su religión, no podían representar ni tolerar la representación de figuras humanas.
Aun así, tal era la belleza de esos mosaicos, que, lejos de destruirlos, se limitaron a ocultarlos tras una capa de yeso que contribuyó a su conservación durante siglos.
Santa Sofía lo aguantó todo, sin perder ni un ápice de su porte altivo y orgulloso ante cualquiera que la observe.
Interior de Santa Sofía
Es una maravilla poder acceder a su interior y contemplar esa inmensa cúpula que no se ha desmoronado en más de mil años, y que sigue siendo aún mayor que la de su vecina, la Mezquita Azul, que a pesar de haber sido construida casi un milenio después, no pudo imitar el tamaño de su bóveda, ni de su ingenioso sistema de apoyo en unos arcos reforzados, en vez de en enormes columnas, como es el caso de su vecina.
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Santa Sofía me emociona, da igual las veces que la vea; la estudié en la universidad, en la licenciatura de Historia del Arte, aprendí cada uno de sus detalles. Pero una vez dentro, sobrecoge.
La luz que dejan pasar los vanos en la base de la cúpula hace que ésta parezca levitar sobre la basílica. Los muros son mucho más gruesos que los de su vecina, más imponentes, con menos ventanas, por lo que la luz que entra en el edificio es menor, su silueta exterior puede que sea más tosca, sujeto su peso a través de un ingenioso cúmulo de contrafuertes y arbotantes que le restan ligereza, pero son licencias que debemos concederle debido a su edad.
Y no podemos olvidarnos de que, al haber menos luz en el interior, se creaba una atmósfera más de recogimiento que, sumada a los mosaicos dorados, recuperados después de siglos ocultos, sigue dando al interior un ambiente más acorde con las iglesias que con las mezquitas.
La belleza legendaria de Santa Sofía
Fue el edificio de culto más grande del mundo cristiano hasta la creación de la catedral de Sevilla, casi mil años después. Hasta entonces, ningún otro templo logró hacerle sombra.
Incluso hoy en día sigue siendo de los edificios más inmensos del mundo, llegando hasta tal punto, que se podría introducir prácticamente entera la catedral de Notre Dame de París en su interior.
La majestuosidad de los mosaicos que se han conservado es sobrecogedora. Tal fue la maestría con la que se ejecutaron, que las figuras parecen mirar fijamente a los ojos de los que los observan. Es la culminación del arte bizantino en su expresión más majestuosa. Ningún edificio que se construyera después que la basílica de Santa Sofía tiene nada que envidiarle.
Y eso se nota en su porte altivo, en su majestuosidad. Hoy en día, que estamos acostumbrados a ver edificios gigantescos, y en una época en la que casi nada nos llega a sorprender, ella aún tiene ese efecto.
Porque lleva mil setecientos años de pie, porque ha salido victoriosa de incendios, de terremotos, de invasiones. Habrá edificios más bellos. Puede que sí. Pero ninguno puede lidiar con un bagaje como el suyo.