¿Conocéis esa sensación de haber llegado a casa que nos invade en determinadas ocasiones fuera de nuestra zona de confort? ¿Ese extraño sentir que, de pronto, algo ha sucedido y te ves perteneciendo a un lugar con el cual no tienes ningún nexo, al cual no perteneces culturalmente pero que tiene ese “algo” que te atrapa y te hace desear quedarte en él para siempre? Eso forma parte del embrujo de Estambul.
Nuevas sensaciones: el embrujo de Estambul
Eso me sucedió la primera vez que pisé Estambul. Fue algo que no esperaba, pero que me vi sintiendo, por vez primera en mi vida. Lo dije en voz alta el segundo día en aquella ciudad inmensa, ajena aún a mí, sin saber lo que vendría después.
Y aún hoy recuerdo mis palabras, y dónde las pronuncié, cruzando una calle, entre tranvías, coches y personas.
He viajado desde que era pequeña, viajar es una “enfermedad” que debo a mis padres. Y no puedo estarles más agradecida por haberme inculcado ese gen viajero, por haberme enseñado a valorar que no hay nada mejor que hacer una maleta y marcharse, que los viajes son una catarsis, algo necesario en la existencia de cada uno. Una pausa imprescindible en el día a día, que te hace tomar distancia de tu mundo y tus problemas, y recargar las pilas internas para seguir batallando.
Estambul no es una ciudad cualquiera
Por eso pensé que Estambul era un viaje más. Jamás pude imaginar que mi pequeño universo daría un giro inmenso, que nunca volvería a quedar en su sitio, que aquel veinte de mayo del 2007 se abriría ante mí un camino nuevo, desconocido.
Yo, que soy una persona con los pies en la tierra, que lo piensa todo miles de veces, analizando cada pro y cada contra de las situaciones hasta que creo que no puede haber un cabo sin atar.
Aquella belleza de ciudad cogió mi racionalidad, la metió en una caja, la cerró con llave y la arrojó a las impenetrables aguas del Bósforo. Fue algo que sucedió y a lo que no le encontré, ni le encuentro, lógica alguna, salvo que desde entonces soy una firme creyente del destino de cada uno.
Varias decisiones sin apenas importancia aparente me llevaron a ella. Fue algo casual, podía haber sido otra. Pero ella me estaba esperando para cambiar mi vida.
Y vaya si lo hizo. Dio vuelta a mi mundo, me obligó a tomar decisiones que jamás hubiera imaginado, y fue testigo de los días más felices de mi vida.
Hoy, trece años después, me considero su ferviente admiradora, sigo cautivada por su belleza, a veces desgarradora.
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La belleza fascinante y desgarradora de Estambul
Y es que Estambul tiene algo, ese algo que no te deja indiferente, que hace que desees volver a ella, a conseguir que ese embrujo desaparezca. Pero créeme, no lo hace.
En todos estos años he viajado a Turquía más veces de las que recuerdo. También a otros países, claro, a muchas otras ciudades. Pero ella tiene algo que hace que desee regresar de nuevo, una y otra vez.
He viajado con muchas personas a Estambul. Muchos repetidores y otros que, de momento sólo han podido verla una vez. Y la sensación general es la misma. Aún no he conocido a nadie a quien la ciudad haya dejado indiferente.
Estambul es historia. La de las civilizaciones que la poblaron y han ido dejando su impronta. Y, al igual que sus habitantes, ha sabido adaptarse a los cambios, haciéndose aún más hermosa con cada uno.
Es una ciudad majestuosa, hermosa en su decadencia, en su devenir, en la belleza de sus edificios milenarios, en aquellos semiderruidos, en sus calles abarrotadas de gente.
Hogar de miles de expatriados, de personas humildes que trataron de buscar en ella un futuro, en la inmensidad de sus calles, personas que, como yo, unieron sus destinos a lo que la caprichosa Estambul pudiera depararles.
Estambul es una jungla, donde cada día intentan sobrevivir millones de personas, donde cada día luchan, con mayor o menor fortuna, miles de familias.
Estambul es historia
La ciudad se creó en época griega, fue creciendo hasta convertirse en la capital del Imperio romano de Oriente. Fue la codiciada de todos, de norte a sur, de este a oeste; sufrió ataques de cada uno de los pueblos que le rodeaba, queriendo conquistarla, derribar aquellos muros inexpugnables, y hacerla suya.
Tal era su riqueza, su esplendor, su belleza, tal era su apogeo, y tal la envidia que Europa le tenía, que varias cruzadas se hicieron en su nombre. Ella se dejó hacer, protegiéndose tras sus murallas, aguantando asedios, saqueos, incendios. Resurgiendo, aún más hermosa, cada vez. Muchos la conquistaron y la perdieron, y ella siguió allí, víctima de luchas internas, de asaltos en nombre de Dios, de asesinatos fratricidas.
Fue capital de imperios, su belleza y situación estratégica no merecían menos. Ella sola se erigió durante casi mil años como reducto de aquel Imperio romano, de aquella época de esplendor y luz en las tinieblas de la Edad Media.
La caída de un imperio
Hasta que, cansada de luchar, cayó por fin. En manos de aquellos “infieles” que llevaban siglos asediándola, de aquel sultán que buscó su punto débil, que no eran aquellas murallas que hoy en día siguen en pie, e hizo pasar a sus barcos, monte a través, hasta el cuerno de Oro, dejando a sus tropas a las puertas menos resguardadas de la ciudad, y terminando así con el último reducto del Imperio bizantino.
Lejos de decaer, en manos de los turcos, la ciudad creció y se embelleció, y se hizo de nuevo, capital de otro imperio, esta vez el Imperio Otomano. Se adornó con edificios majestuosos, mezquitas, puentes, se llenó de gentes de todos los confines del mundo, de eruditos, de personas de todas las culturas y religiones, que convivieron en ella durante siglos, aumentando su fama y esplendor.
Cambió oficialmente de religión, de dueños, pero su belleza aumentó, a la par que su fuerza y reconocimiento. Europa siempre la quiso de regreso. Era su espinita clavada, la quisieron, pero no pudieron recuperarla. Al menos no hasta que llegó la primera guerra mundial, y vieron su oportunidad de reconquistar aquel lugar estratégico.
Europa esperó a que el imperio, a un paso de desmoronarse, eligiera el bando erróneo en la guerra, y, se repartió sus territorios como aves de rapiña. Estambul pasó a ser gobernada por una coalición de países, todos deseando recuperar el control estratégico de la ciudad.
Durante cuatro largos años, jugaron a ser sus dueños. Pero juzgaron mal el orgullo patrio de los turcos. Tardaron en liberarse, con paciencia, con tesón, expulsaron a los que ellos consideraban enemigos de aquellas tierras que ellos consideraban suyas.
Su renuncia como capital
Sin embargo, pagaron un precio muy alto: el imperio desapareció, perdieron territorios que jamás lograron recuperar, apenas quedaron ciudades suyas en Europa.
Pero lograron recuperar su joya más preciada; Estambul, que volvió a enarbolar la bandera carmesí, la estrella y la luna, esas que tanto terror provocaban en los enemigos del imperio en otros tiempos.
Sin embargo, en aras de la modernidad, de la seguridad, pues habían sido conscientes de la cercanía con territorios enemigos, y de lo relativamente fácil que había sido perderla, en aras de una ruptura total con un pasado Imperial, fue sacrificada como capital de la recién nacida república turca.
Fue la mayor de las renuncias, aquella belleza milenaria quedó relegada oficialmente a un segundo plano, para crear de la nada la ciudad de Ankara, casi un pueblo, pero que se elevó así a la categoría de capital.
Fue algo oficial, a nivel únicamente institucional. Porque Estambul siguió siendo la joya de los turcos, lugar al que emigraban todos aquellos que, huyendo de los pueblos, donde apenas contaban con oportunidades, intentaban crearse una vida mejor en sus calles.
Es algo que, ha sucedido desde el comienzo de la república, y sigue sucediendo. Y ella los acoge a todos, pobres y ricos, turcos y extranjeros, musulmanes, judíos, cristianos, ateos. No hace distinciones, ella sabe que es, precisamente esa mezcla humana, la que le enriquece, la que le dota de alma, la que hace de ella una ciudad mágica.
La vida apenas ha cambiado en sus calles durante miles de años. Los pobres siguen luchando con uñas y dientes, intentando labrarse un futuro, escapar de su destino.
Ciudad de contrastes: el embrujo de Estambul
Hay zonas muy pobres, de edificios que apenas se tienen en pie, donde la vida es realmente complicada. Y, por el contrario, barrios ricos, de mansiones impresionantes a orillas del Bósforo, donde las oportunidades llueven.
La ciudad no para de crecer, de llenarse de edificios inmensos, rascacielos que ocupan lo que, en otros tiempos, eran verdes colinas, donde las viviendas de hoy sustituyen a las casi chabolas de ayer, donde se alojaban aquellos que, sin apenas nada, llegaban de los pueblos de toda Turquía, huyendo de un futuro sentenciado a muerte.
Estambul es todo eso, es belleza y fealdad, tradición y modernidad. Es la vida feliz frente a la desesperación de la falta de oportunidades. Ella acoge a todos, si bien es cierto que no a todos los trata por igual.
Es caprichosa, en los años que lleva en pie ha visto a muchos caer y a otros levantarse. Puede que ya nada le impresione.
Pero ella conmueve. Esa mezcla, ese enjambre de humanos, luchando por salir adelante, esa riqueza que sólo se consigue con la convivencia cotidiana de miles de almas. Eso es Estambul.
Es el contraste absoluto entre la belleza más increíble y la fealdad más atronadora, la tradición milenaria contra la modernidad de los mega rascacielos, la riqueza inalcanzable contra la desesperante pobreza.
Belleza conmovedora
Y mezcla se siente desde que pones un pie en sus calles, las sensaciones agridulces te envuelven y te dejan sin aliento. Es el embrujo de Estambul. Te enamoras de ella, y deseas volver. Es adictiva, te conmueve su belleza por encima de todo lo demás. Es como una amante, que te deja satisfecho en cada visita, y a la que echas de menos según te alejas.
Te encuentras a ti mismo volviendo, una y otra vez, en cada ocasión que puedes porque ese vínculo no puede romperse. Lo digo con conocimiento, llevo trece años visitándola.
Me trata bien, la añoro en cuanto dejo atrás sus bulliciosas calles. Y aún no conozco a nadie que no desee volver a visitarla.