Es extraña la sensación de eterna melancolía, hüzün, como dicen los turcos, que te invade al deambular por las calles de Estambul. Al menos lo es cuando tú no perteneces a esa cultura, a esa historia colectiva, a esa transformación de la ciudad.
Las primeras veces me invadía, pero aún no era capaz de identificarla. No comprendía bien esa sensación como de tristeza, pero sin llegar a serlo, que me recorría al pasear por sus calles, sobre todo por las más antiguas.
Con el tiempo aprendí a ponerle nombre, hüzün, y con esa melancolía, me sentí parte de la ciudad. Parte de verdad. Ya no era una turista más, enamorada, como tantos otros, de la ciudad. Había pasado un límite.
El alma de una ciudad
Me había rodeado de su belleza decadente, de sus gentes, de su esencia. Me había atrapado, comprendiendo por fin el «alma» de la urbe. ¿En qué momento sucedió aquello? No podría decirlo.
¿En qué momento comencé a devorar todo aquello que llevara su nombre, libros, revistas, documentales? Tan sólo sé que pasó.
Y un día, al volver a visitarla, a sentarme entre sus árboles milenarios, con las gaviotas graznando a mi alrededor, con las conversaciones de aquellos que me rodeaban, haciéndose, por fin, inteligibles a mis oídos, ese día, me sentí tentada de gritarlo al aire:

«Por fin te entiendo, te conozco, te respeto. Te siento».
No hizo falta, ella lo supo. Entendió que mis pasos no me guiaran ya entre aquellos turistas como yo había sido, que me dejara sorprender por rincones perdidos, por cementerios antiguos, por paseos junto a aquel magnífico mar, por calles decrépitas, apenas iluminadas.
Comprendí al fin su aroma milenario, a especias, a mar, a la humedad que se filtra en las casas abandonadas, a castañas asándose en el puesto del vendedor. Aroma a pan recién hecho, a pescado junto al mar. En definitiva, aroma a historia.
Te puede interesar: ¿Qué es el Midyat?
La eterna melancolía de Estambul
Entiendo bien a todos esos viajeros que, durante siglos, cruzaron el mundo para perderse en sus calles, entiendo a los que se declararon subyugados por su belleza. Lo entiendo porque yo también lo he sentido.
No a todo el mundo le sucede, es cierto. O no, al menos, en la misma profundidad. Pero si eres uno de los elegidos, entonces no tienes salvación. Volverás a ella, una y otra vez, siempre con el mismo resultado.
Porque es igual lo mal que pueda tratarte, que puede hacerlo. Tiene en su alma la esencia de los comerciantes, sabe venderse, deslumbrarte, atraparte sin que seas ni remotamente consciente de lo que sucede.
Puedo describir miles de escenas en sus calles, intentar transmitir esas sensaciones. Por lo pronto, me vienen a la mente tantas que debo seleccionarlas.
Escenas en las calles de Estambul
Recuerdo tomar el té en un pequeño café perdido dentro de un cementerio. Jamás hubiera pensado que vería algo así. Sería impensable en otro lugar. Pero no en Estambul.
Con el pequeño vaso en forma de tulipán y el té oscuro y humeante en mi garganta, recuerdo haber cerrado los ojos, escuchando la algarabía repleta de vida de los pájaros y sus trinos, de las chicharras, de aquel aroma a verano.
Recuerdo haber observado con atención las lápidas alargadas, muchas de ellas redondas, adornadas con turbantes que las coronaban, repletas de palabras inteligiblemente bellas en la antigua lengua otomana. Recuerdo haber pensado en si algún personaje ilustre de la historia estaría enterrado allí, descansando, a la sombra de los cipreses, para toda la eternidad.
Aquellas sensaciones; el sentirte, de pronto, efímero, pequeño, ante tal muestra de historia; ser dolorosamente consciente del devenir del tiempo, en el apenas somos un segundo, rodeado de aquel calor veraniego, de sonidos repletos, irónicamente, de vida.
De nuevo la eterna melancolía de Estambul, que se queda amarrada al alma, donde atesorar ese recuerdo como uno de los más hermosos que conservo dela ciudad.
Recuerdos inolvidables
También podría hablaros de aquel café en las murallas bizantinas de la ciudad, donde se construyó la torre fortaleza que daría comienzo a la caída de Constantinopla. De aquella noche de despedida, de saber que de pronto terminaba mi viaje, que me encontraría lejos, cuando aún no era consciente de lo mucho que acababa de cambiar mi vida.
Recuerdo ver las estrellas, miles de ellas, que empecinadas asoman en una ciudad tan inmensa; esas que, cada noche, se empeñan en hacernos recordar que somos, apenas una mota en el universo, que da igual lo perdido que te sientas, ellas están siempre ahí, iluminándonos el camino.
En aquella penumbra, en aquel silencio, ni siquiera roto por el sonido lejano del perpetuo tráfico de la ciudad, Estambul se hizo un hueco en mi alma, generando recuerdos que, incluso tantos años después, me hacen sonreír.

También comparto con vosotros aquellas tardes, a la orilla del Bósforo, comiendo pipas, afición muy arraigada en los turcos, y bebiendo té, sentados en la hierba, sobre hojas de periódico, observando a la gente pasear, charlar, los niños riendo, comiendo dulces, las parejas susurrando, cogidas de la mano, las familias compartiendo la merienda.
Recuerdo qué lejos quedaban los problemas entonces, qué agradable sensación de pertenencia me invadía, que maravilloso el aroma del mar y el sonido de las gaviotas, que esperaban, impacientes, cualquier cosa que les lanzaran al mar.
Recuerdo las siluetas de las enormes mansiones otomanas de madera junto al mar, las magníficas estampas de las mezquitas y sus minaretes, tan altos que parecen querer alcanzar el cielo, los barcos atravesando el estrecho, llevando y trayendo pasajeros de Asia a Europa, con aquellas bocinas tan características, el viento salado desordenándome el pelo. Y mi sonrisa, esa que siempre acude presurosa al contemplarla a ella, a Estambul.
Admiración por una ciudad milenaria
Apenas son unas pinceladas que intentan haceros entenderme, entender la eterna melancolía de Estambul de la que os hablo. Es muy complicado explicarlo, aunque muchos lo han intentado, con resultados probablemente mejores que el mío.
Estambul es melancolía, tristeza, angustia vital. Es admiración, un anhelo que te invade cuando te hace sentir pequeño ante tanta antigüedad. El ser consciente del paso de la vida, de la historia. De que apenas somos unos pocos más de los millones que formaron parte de ella. Es Estambul.
Después de tantos años he renunciado a intentar comprender de dónde viene ese cúmulo de sensaciones. Acepto que me invada cuando la veo, cuando paseo por sus bulliciosas calles, cuando ella me da la bienvenida de nuevo. Por muy lejos que me vaya, siempre permanece en mi alma.
Este intento de descibirla, desde mi humilde visión de ella, es mi particular homenaje, es mi deseo de acercarla a aquellos que aún no la conocen, pero que ansían hacerlo, a aquellos que la han visto, con otros ojos, o puede que con los mismos que yo, que hayan sentido o no lo que yo describo.
Es mi pequeña manera de devolverle parte de esos instantes, de esos recuerdos, buenos y malos, que he sentido y siento en sus calles.
Me vais a perdonar que lo intente, sé que mis palabras no le hacen justicia, pero son las únicas que tengo.